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7 febrero 2014 5 07 /02 /febrero /2014 22:15

huelga.jpgSi no os molesta, y ya que habéis llegado hasta aquí, os propongo unos minutos  compartidos de reflexión. Esta época de crisis económica –acompañada sin duda de un derrumbe de los valores éticos- es un buen momento para plantearnos algunas cuestiones que tienen que ver con problemas mucho más cercanos a nuestros intereses reales que lo que aparentemente podíamos imaginar.

 

Comparemos. Comparémonos nosotros mismos. Si nos tenéis inconveniente os agradecería que compararais vuestra actividad vital habitual, vuestro carácter personal en su vertiente familiar, vecinal y hasta profesional con la que podemos considerar su equivalente en forma de faceta política. Algo así como el “yo” personal frente al “yo” político.

 

Pensemos conjuntamente en nuestra forma de ser y de actuar en el ámbito personal y privado; en aquello que nos parece adecuado en nuestra vida común. En  lo que somos capaces de transigir y en lo que no, en lo que nos enfada y nunca permitimos. Ahora comparémoslo con nuestras actitudes cuando nos dan la oportunidad de manifestarnos en acciones que conllevan consecuencias políticas: hablando claro, nuestro interés por la política. Posiblemente, si lo analizáramos con detenimiento, dudaríamos de encontrarnos ante la misma persona y  de cómo podemos y con qué facilidad hacemos dejación de nuestro propio “yo” en semejante medida. ¿Somos la misma persona que se rige por  criterios comunes?

 

Posiblemente no tengamos problemas en reconocer que nos resulta indiferente quien nos gobierne y por tanto quien vaya a determinar el tipo de educación que reciban nuestros hijos, las pensiones de nuestros mayores o la sanidad de todos nosotros. Sin embargo, y curiosamente, somos muchos más activos y beligerantes en nuestro batallar diario vital, donde nada nos resulta ajeno; sobre pocas cosas dejamos de manifestar nuestra opinión: que el compañero de oficina nos diga lo que tenemos que hacer en el trabajo nos encrespa, que el jefe no nos pida opinión en la tarea que nos encarga supone una humillación que no podemos consentir; al igual que la subida del precio del autobús o que mi hermana haga lo que le da la gana en la invitación familiar de navidad. Nuestra intransigencia sube de intensidad.

 

Parece que lo importante no lo es y lo cotidiano sí. ¿Consentiríamos que no nos preguntaran en nuestro trabajo sobre cualquier tema en el que tengamos opinión? Posiblemente no. ¿Seguiríamos acudiendo al mismo médico que no es capaz de mejorar nuestra salud o al abogado que nos esquilma el dinero sin que haya solucionado nuestro pleito? Posiblemente no. Entones, ¿por qué seguimos confiando en los mismos partidos políticos ue nos siguen defraudando? ¿Por qué en nuestra vida particular somos personas exigentes, responsables y atentas a lo que consideramos menosprecio a nuestra valía y en esta vertiente “política” no lo somos, o al menos  no en la misma medida?

 

Posiblemente la explicación es fácil, aunque suponga un nuevo descrédito en la imagen que tenemos de nosotros mismos y a la relación que nos une con el ámbito político: no nos sentimos importantes; consideramos que nuestra opinión no es relevante y que, digamos lo que digamos, la vida políti

ca continuará su camino independientemente de lo que nosotros hagamos o pensemos.

 

Si esto es así, ¿qué es la democracia? ¿Merece la pena que nos pregunten cuando ni nosotros mismos valoramos nuestra respuesta? ¿Tal vez nos preguntan poco y por eso no le damos importancia a nuestra opinión? ¿Nos preguntan mucho y  nos aburre? Claramente somos prescindibles y así lo sentimos. No importamos a nadie y si esto es así, ellos tampoco nos importan.La falta de una  cultura participativa en las decisiones que nos afectan posiblemente sea la responsable. Y de ello quiero escribir con varios ejemplos del aprovechamiento del sistema político español al desinterés de sus ciudadanos.

 

Nuestro país presenta uno de los índices más bajos de transparencia política, solo comparable con Estados que no tienen nada que ver con lo que suponemos que debe ser nuestra cultura democrática. Ello quiere decir que durante treinta años no hemos mostrado el mínimo interés en que nuestros gobernantes hagan pública la información que nos afecta: en pedir acceso a los expedientes, contratos, subvenciones y cualquier otra forma de gasto público. La transparencia política obedece a un principio claro: el gobierno se ejerce por y para los ciudadanos y estos tienen derecho a la información de su ejercicio. La transparencia no solo es información sino un instrumento de rendición de cuentas y de legitimación  del buen hacer administrativo. Pues bien, insisto con ello, nuestra posición comparativa en el ranking internacional nos sitúa en los últimos lugares de la clasificación en función del grado de acceso de los ciudadanos a la información.

 

No debemos extrañarnos del auge y extensión de la corrupción. España es un país en el que no se corresponde el deterioro de los valores morales de sus ciudadanos con el declive ético de parte de sus gobernantes. Ello tiene su explicación en la ausencia total de controles efectivos que luchen y eviten su desarrollo y en la falta de transparencia política. El problema de España no es la corrupción, esta es una mera consecuencia de la impunidad de la que han disfrutado. Ese sí es el problema. La impunidad es el doble efecto de falta de control y ausencia de información. Esta ausencia ha sido consentida y favorecida por los partidos políticos que nos han gobernado. Si habéis leído la existencia de una nueva Ley de Transparencia y de Buen Gobierno que impulsa la transparencia o el buen gobierno, como su nombre parece indicar, os anticipo que no va a cumplir con esta finalidad más que en el título.

 

Pero en España no solo andamos escasos de transparencia y de información sobre las decisiones que nos afectan. Nuestro país también es uno de los referentes en ausencia de participación directa de los ciudadanos en las decisiones que nos afectan. No solo no tenemos información sino que no participamos en el proceso de elaboración de las leyes o decisiones normativas. Tres son los ejemplos más claros:

 

Primero: no existe ningún procedimiento establecido para que los ciudadanos hagan sugerencias, aportaciones o  valoraciones de las normas legislativas. No existen como instrumento legal participativo ni como iniciativa de los partidos políticos. Los partidos en el gobierno se convirtieron en un cauce de expresión del poder no de participación ciudadana.

 

Segundo: el referéndum consultivo o vinculante prácticamente no existe. La decisión de los ciudadanos no interesa. ¿Sería extraño que  nos preguntaran  por las modificaciones en la Ley del aborto o sobre el modelo sanitario?  ¿No sería necesario utilizar esta herramienta cuando un partido quiera implantar una medida contraria a lo anunciado en su programa electoral? De existir una norma en este sentido hubiera supuesto que solo se podría haber aumentado  impuestos  como el IVA o el IRPF mediante referéndum, después de que el partido en el poder se comprometiera en su programa en no hacerlo.

 

Tercero: Las iniciativas legislativas ciudadanas no existen tan apenas en España. Este procedimiento debería ser uno más junto a los proyectos o las proposiciones legislativas, propias de los diputados controlados por los partidos, para hacer llegar al Parlamento todas las propuestas o iniciativas que colectivos de ciudadanos consideren necesarias y que no alcanzan su expresión normativa. Habilitar que ciudadanos organizados puedan plantear normas que se discutan en el Parlamento sería una expresión de auténtica democracia que no debe pasar exclusivamente por los intereses de los partidos políticos.

 

España, país racial de temperamento y carácter, demuestra una absoluta dejadez y abandono en el compromiso con su gobierno. Abandonó cualquier decisión al respecto en manos de partidos políticos que no siempre han hecho un uso correcto de ella, priorizando sus intereses, que no son otros que el sometimiento a las elites que los apoyan.

 

Toca por tanto recuperar el control del Gobierno por los ciudadanos e instrumentar mecanismos de participación que completen y controlen la actual partitocracia como sistema de poder. No se trata de elegir a los que nos gobiernen sino de formar parte del gobierno. Eso es la democracia, lo contrario es un sistema de elección de elites burocratizadas. El podemos se queda atrás; es un imperativo categórico de la razón pura que torna en obligación la mera potencialidad. No solo podemos sino que debemos cambiarlo. Esa es la diferenciar entre el poder y el deber. Deseo frente a acción. 

 

 

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