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9 diciembre 2013 1 09 /12 /diciembre /2013 11:00

¿Se dejará el “político” arrebatar su puesto por el “técnico”? ¿Podrá hacer frente ese “político” a la lógica que impone una gestión moderna de la Administración, ya no basada en ideas sino en organizaciones que intervienen en la vida de los ciudadanos?

 

La respuesta - ya anticipo-  es NO;  la única posible. No se lo dejará arrebatar.

 

 

UN PLANTEAMIENTO CLÁSICO.

 

Posiblemente os llame la atención el planteamiento de dos importantes politólogos y filósofos que razonaron de forma amplia la cuestión que abordamos. Las ideas coincidentes de J.S. Mill y de M.Weber, en pleno siglo XIX y principios del XX eran, en síntesis, las siguientes: el mundo moderno está introduciendo una mayor complejidad técnica en todos los aspectos de la vida; como es lógico también en la política así como en la gestión de unas administraciones públicas cada vez más intervencionistas. El ciudadano demanda eficacia y profesionalidad, por ello las organizaciones públicas se han puesto en manos de profesionales, creándose normas administrativas que buscan la objetividad, el trato común y la  menor intervención de criterios subjetivos y no reglados. Se ha creado una máquina perfecta y eficaz de gobierno –decían- que se dirige por profesionales, técnicos que buscan la aplicación de normas de gestión profesional.

 

Para los autores que comentamos, reconociendo su valor desde planteamientos gestores, esto era un gran problema. El problema tenía su base en que el “arma“que se había creado, la administración profesional, conducía al éxito en la gestión y al fracaso en la política. El burócrata, el profesional técnico, el tecnócrata, solo buscaría la aplicación fría de la norma y el cumplimiento del procedimiento. El funcionario conduciría un barco que no sabe a qué puerto llevar. La política desaparecerá –pensaban- frente a la desapasionada aplicación de procedimientos; el político resultará innecesario   bajo el dominio técnico del profesional, único capacitado para dirigir organizaciones complejas, que son las que conforman la política real que interesa al ciudadano. El político desaparecerá en las sociedades modernas bajo el imperio técnico del burócrata.

 

El burócrata no tiene alma ni sentimiento, como no la tiene la técnica; el alma la tiene el arte no la técnica, el alma la tiene el político, por ello “la política es un arte”. 

 

Cada vez resultará menos importante la ideología, el debate, la elección de personas diferentes frente a la eficacia de la gestión. Se acabará la política. Le sucederá una maquinaria perfecta de gestión compleja.

 

Los autores mencionados reivindicaban el papel político, reconociendo el éxito que suponía el nuevo “invento de la burocracia”, pero separándolos como contextos diferentes de una misma realidad: ideas frente a acción.

 

Este ha sido un planteamiento clásico durante años; la separación del liderazgo político del técnico garantizaba independencia en la aplicación de las normas, profesionalidad en el conocimiento de la organización pública y en definitiva eficacia y reducción de costes. La mejora de los conceptos de gestión pública, la introducción de criterios propios de las organizaciones privadas, modelos de eficiencia y de calidad suponen un paso más en la preferencia por la profesionalidad y la especialización de los técnicos a la hora de convertir ideas y política en acciones ejecutivas plausibles, cada vez más alejadas del paradigma del burócrata clásico.

 

En definitiva, nuestros autores temían que lo técnicos, por su mayor conocimiento y preparación, hicieran desaparecer a la política y en consecuencia a los políticos, desconocedores de las técnicas de gestión de organizaciones eficaces complejas.

 

¿Ha ocurrido esto? No hace falta ser muy listo para saber que no. Que nuestros autores se equivocaron en el diagnóstico de lo que iba a ocurrir.

 

Ese nunca fue el peligro. El peligro ha sido justo el contrario: el político se ha hecho con el poder técnico, incluso sin preparación y sin conocimiento de las materias que administra y de las normas que lo regulan. El técnico no controla el poder político pero el político sí controla el poder técnico.

 

El planteamiento que presento es, sin duda, muy simplista. Hablo de político frente al técnico en la gestión pública. Seguramente habrá políticos-técnicos; sin duda. Hablo de tipologías “ideales”, en el mismo sentido que las apuntaba Weber.

 

La cuestión básica en este desarrollo reside en conocer en qué fuente han obtenido, uno y otro, la legitimidad para ocupar un puesto técnico o político.

 

 

LEGITIMIDAD Y RESPONSABILIDAD.

 

 

La legitimidad política es aquella que  se obtiene dentro de un partido político, sin que el resto de los ciudadanos conozcamos cuáles son esos méritos específicos.  Excepcionalmente -por los pocos en los que se da esta condición- algunos de ellos la obtienen por medio de procesos de elección pública. Digo esto, excepcionalidad, porque pocos de los que se llaman “políticos” han pasado por listas electorales en cualquier proceso electivo y muchos menos los que, de haber pasado por ellas, son conocidos por sus electores, que se limitan a votar  listas electorales de las que desconocen el nombre de las personas que las conforman.

 

El técnico, al contrario, es aquel que obtiene su legitimación para ocupar puestos en la gestión pública después de haber sido seleccionado por sus conocimientos, demostrados objetivamente, y haber desarrollado una carrera profesional que le lleva a ocupar puestos de mayor o menor responsabilidad. En este último caso doble legitimación: mérito y capacidad y carrera profesional.

 

Sentadas las bases de estas legitimidades específicas y siguiendo con el razonamiento que pretendo trasladaros, la legitimación debe ser adecuada a las responsabilidades de cada uno,  por lo que procede delimitar cuáles son, o mejor dicho, cuáles deberían ser las responsabilidades propias de los “técnicos” y de los “políticos”. Sin duda una de las claves del tema que estamos comentando.

 

En un primer planteamiento, consecuente con las preocupaciones que expresaron los autores que hemos citado, las responsabilidades políticas,  absolutamente reservadas a los políticos, son aquellas que tienen como finalidad hacer posible el ejercicio de planteamientos globales de impulso y dirección de las grandes líneas que orienten la “cosa pública”, vinculadas a opciones ideológicas que, en una sociedad más o menos democrática como la nuestra, suponen que  deban ser elegidos por procesos de elección/selección de los ciudadanos. Esto se da, como hemos dicho, en pocos puestos de responsabilidad  que hoy se consideran “políticos” y por lo tanto en pocas personas “políticas” que los ocupan.

 

Tema diferente, en el que no vamos a entrar, son las razones por las que una persona concreta es elegida por su partido político para acudir al proceso de elección pública. Ello daría para varios artículos más. Pero partamos de que el político elegido por su partido, por no se sabe por qué méritos personales –rara vez apoyados en procesos democráticos internos-, es el candidato para el cargo y resulta elegido. No se nos ocurre en nuestra cultura actual mayor legitimación para el desempeño que la elección democrática. Si esto es así perfecto; los políticos estarían legitimados para realizar, con el mayor respaldo posible, la actividad política con el contenido que hemos apuntado: impulso y dirección  de la acción pública basadas en planteamientos ideológicos.

 

El político sería entonces aquella persona, normalmente perteneciente a un partido político, elegido en un proceso de elección pública para desarrollar una labor de impulso y dirección de las competencias públicas que tenga asignadas, aportando para ello una línea de trabajo marcada por unas ideas preestablecidas que han sido ofrecidas al  ciudadano para su aprobación.

 

¿Cuántos hay así? Pocos. ¿Cuántos han sido elegidos con un conocimiento real de los ciudadanos? Menos. La realidad de la legitimación por elección pública queda condicionada por la inclusión de los candidatos en listas cerradas, inamovibles, en las que los ciudadanos no conocen a nadie, y de existir alguien a quien conozcan es posiblemente al cabeza de cartel local, o incluso nacional, pero a nadie más. Pero no entremos en ello; no pongamos en duda la legitimación. Concedámosla, pero limitada a ocupar “puestos políticos”, como los hemos definido.

 

La respuesta que a estas líneas, escritas con rapidez, haría un político definido como lo he hecho hasta ahora, sería clara: para desarrollar su labor necesita “gente de confianza” y asesores para poder desarrollar su labor. Mi respuesta también es  igual de clara: cuántas  personas y quienes van a ser sus “gentes de confianza”. ¿De dónde obtienen estas personas su legitimación para ocupar responsabilidades públicas?

 

Claramente la situación descrita rompe una línea sencilla y coherente de legitimación a la hora de designar responsables públicos, por lo que esta ya no será originaria sino secundaria o derivada de aquella otra que tiene quienes lo ha designado. Por esta razón sería conveniente que estas personas que ocupan puestos públicos con una legitimación no originaria fueran los más limitados posibles. Pero aún es más; la naturaleza de estas responsabilidades deberían ser también políticas, tal y como la hemos definido. Ejemplos claros en nuestra vida política podrían serlo los innumerables Directores Generales, Jefes de servicio, Gerentes de Empresas Públicas que aterrizan en la gestión sin mayor mérito que la de su carnet de partido, imponiendo su desconocimiento técnico en aras al control político del ente asaltado.

 

Dicho lo anterior, sigamos. ¿Cuál es el puesto de responsabilidad “técnico”? La responsabilidad técnica –que debería estar reservada a los técnicos, valga la obviedad- parece fácil de explicar. Aquella que supone gestionar organizaciones que proveen de bienes y servicios públicos a los ciudadanos. Para ello se requiere conocer la actividad que se gestiona, las normas y procedimientos que lo regulan y desarrollar la actividad con el mejor conocimiento posible, que suponga a su vez  la mayor eficacia posible y eficiencia,  lo que debe representar, en su conjunto, el menor coste del servicio al ciudadano que lo paga con sus impuestos. La legitimación para ocupar estos puestos, como ya hemos dicho, debería ser doble: la superación de pruebas objetivas que demuestren la capacidad y el conocimiento  técnico y el desarrollo de una carrera profesional. Ambas legitimarían dos cosas, la pertenencia a la propia organización pública y el escalón o nivel de responsabilidad que ocupa en ella según los méritos adquiridos, debiendo ser estos conocidos por todos los que forman parte de la misma y preexistentes a la asunción de esas responsabilidades.

 

  Ya está expuesto mi planteamiento. ¿Vamos a la realidad?

 

 

LA REALIDAD. 

 

 

Desde mi punto de vista vergonzosa.

 

Ayuntamientos, Diputaciones, Consells, Cabildos, Comunidades Autónomas, Delegaciones del Gobierno, todo tipo de Institutos, Consorcios y demás organismos públicos, se han convertido en el refugio de políticos profesionales, que ocupando puestos técnicos, sin legitimación alguna, dirigen organizaciones públicas y emiten actos administrativos sin preparación suficiente para ello. Hemos pasado del piloto de embarcación que no sabe a qué puerto va, al tripulante que ni es piloto ni sabe dónde dirigir su nave.

 

Cuando hablo de políticos profesionales, dicha profesionalidad no se refiere al conocimiento de la gestión pública y por lo tanto a la profesionalidad técnica. Muy al contrario, me refiero al hecho ocupar puestos públicos por méritos desconocidos, desarrollados en ámbitos ajenos a la organización pública, como son los propios partidos políticos. De hecho, estos partidos políticos se han convertido en auténticas Agencias de colocación de personas que aspiran a ocupar responsabilidades sin importarles de qué tipo y de qué especialidad sean estas, ya que en muchos casos no conocen ninguna. Es más, en situaciones de crisis políticas y en determinados ámbitos territoriales el motivo de no dimitir o convocar elecciones anticipadas es simplemente no dejar sin trabajo a los miembros del partido, que no se lo perdonarían jamás al responsable de la decisión.

 

Ni siquiera tiene excusa  legitimadora el hecho de que algunos de estos responsables políticos sean técnicos en origen. No la tiene porque el puesto de responsabilidad que ocupan en la organización lo han adquirido por su situación en el partido político, o en su relación con las personas pertenecientes a él. La jerarquía técnica y su lugar en una organización pública y profesional se legitima tanto por su origen como por su ejercicio, esto es, por ocupar un puesto coherente al desarrollo de su carrera profesional y no en ámbitos ajenos a ella como el político. No es solo jerarquía sino  “auctoritas”.

 

Si todo ello ya es un gran problema apenas comentado con la importancia que requiere, todavía lo agrava más si pasamos a comentar el trabajo real que realizan estas personas en las organizaciones públicas asaltadas, siempre con responsabilidades directivas de mayor o menor dimensión. Supongo que sería mucho pedirles que encima trabajaran. De hacerlo, solo lo harán para el partido, por lo que esta manera de financiación  de partidos políticos encubierta llama la atención que no sea "descubierta" de una vez  y  denunciada.

 

Los “políticos” que ocupan puestos técnicos se caracterizan, de forma general, por un desconocimiento muy importante del trabajo que tiene que realizar, apoyándose para ello en el verdadero profesional, que a la sombra, y si le dejan, realiza el trabajo de su “jefe”. Digo "si le dejan", porque lo normal es que no ocurra así.  La prioridad número uno del político es su carrera en el partido por lo que la gestión que realizará se orientará a este fin, buscando no adoptar decisiones, por muy necesarias que sean, si considera que con ello va a resultar “impopular”, o bien, otra opción, favoreciendo a aquellas  personas más próximas a los intereses de su partido.

 

Puede que algún lector de estas líneas sea un directivo público y tenga el perfil  que he calificado como “político” pero considere que esto no va con su persona. Posiblemente piense que  él también es un buen profesional, que conoce bien su trabajo y que, aunque ha ocupado ese puesto por decisión política, valore que ha realizado una buena tarea. Pues bien, lo tiene fácil para saber si realmente es así, como condescendientemente opina de sí mismo; puede mirar a los que tiene por debajo en la organización. Verá que no ha aprobado la oposición a la que estos señores dedicaron años de esfuerzo; ya se habrá dado cuenta que no es más listo que ellos y posiblemente tendrá el convencimiento de que es justo al revés. Para ello no tiene más que ver quien resuelve los temas verdaderamente complejos y quién les explica la solución a los problemas y lo que tienen que decir cuando les pregunten. Si aún así consideran que ellos aportan algo que los “funcionarios” no están capacitados para aportar, pueden pensar en qué consiste “eso “que aportan. Generalmente nada. 

 

Es en ese momento en el que me gustaría recordarles algo obvio: la función pública debe ser objetiva y neutral y no debe favorecer a ningún ciudadano por el hecho de que gobierne un grupo político u otro. La función pública no debe velar por los intereses de un partido sino por los del ciudadano.

 

Por tal motivo, eso que el “político” cree que aporta, es justo lo que debería desaparecer en una Administración Pública eficaz, eficiente y sobre todo legal. (CONTINUARÁ)

 

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